De la furia del amor y del olvido. No tiene porque tener sentido lo que pienso compartir. Pero mi cuerpo en espasmos de advertencia, recuerda. No se de que esta hecho el intento. No recuerdo como empezar. Se precipita mi sangre por recorrer mi cuerpo viéndome de cerca dejar pasar. Todo. Y nada.
Era una siesta de un verano agazapado. Era un verano retenido en las espaldas arañadas. Eran espaldas fundidas, mojadas. Resbalaba la fiereza y el encanto. Resbalaba la razón y los sentidos. La elegancia y el descuido.
Era dibujar las entrañas, untarse las ganas, frecuentar el cuello, los hombros, frotar la hazaña. Aplastar los huesos perforar con besos. Era traspasar el alma.
Fundir el fondo, escalar el morbo. Escarbar el hondo. Encarnar el modo.
Los labios. No hablan. Se escurren, se restriegan, se desgarran. Se enreda la cintura, se tuerce, se levanta y baja. Arde un punto y se desarma. Frunce un deseo y se ablanda. Se estira el torso, se arquea el dorso. Se igualan.
El estremecimiento en el cieloraso encubre un gemido y las cortinas destilan euforia. Se sostiene el eco en las esquinas. Se perturba el asombro para dar paso a lo no vivido. Entonces el rocío de los cuerpos alberga el éxtasis infinito. El grito y el desecho. Luego el desapego, la distancia. Un cuadro torcido en una pared sofocada. La palabra, aparece rasgada, desata la culpa y la disculpa. La almohada, las sabanas, la lámpara. El desapego de la piel calcada, la mañana. O tal vez la noche, pero el tiempo y los relojes. Comenzó una siesta de un verano agazapado terminó en un invierno ruso de caricias obligadas. La nada.
Era una siesta de un verano agazapado. Era un verano retenido en las espaldas arañadas. Eran espaldas fundidas, mojadas. Resbalaba la fiereza y el encanto. Resbalaba la razón y los sentidos. La elegancia y el descuido.
Era dibujar las entrañas, untarse las ganas, frecuentar el cuello, los hombros, frotar la hazaña. Aplastar los huesos perforar con besos. Era traspasar el alma.
Fundir el fondo, escalar el morbo. Escarbar el hondo. Encarnar el modo.
Los labios. No hablan. Se escurren, se restriegan, se desgarran. Se enreda la cintura, se tuerce, se levanta y baja. Arde un punto y se desarma. Frunce un deseo y se ablanda. Se estira el torso, se arquea el dorso. Se igualan.
El estremecimiento en el cieloraso encubre un gemido y las cortinas destilan euforia. Se sostiene el eco en las esquinas. Se perturba el asombro para dar paso a lo no vivido. Entonces el rocío de los cuerpos alberga el éxtasis infinito. El grito y el desecho. Luego el desapego, la distancia. Un cuadro torcido en una pared sofocada. La palabra, aparece rasgada, desata la culpa y la disculpa. La almohada, las sabanas, la lámpara. El desapego de la piel calcada, la mañana. O tal vez la noche, pero el tiempo y los relojes. Comenzó una siesta de un verano agazapado terminó en un invierno ruso de caricias obligadas. La nada.