viernes, 4 de febrero de 2011

Deshidrata

De la furia del amor y del olvido. No tiene porque tener sentido lo que pienso compartir. Pero mi cuerpo en espasmos de advertencia, recuerda. No se de que esta hecho el intento. No recuerdo como empezar. Se precipita mi sangre por recorrer mi cuerpo viéndome de cerca dejar pasar. Todo. Y nada.
Era una siesta de un verano agazapado. Era un verano retenido en las espaldas arañadas. Eran espaldas fundidas, mojadas. Resbalaba la fiereza y el encanto. Resbalaba la razón y los sentidos. La elegancia y el descuido.
Era dibujar las entrañas, untarse las ganas, frecuentar el cuello, los hombros, frotar la hazaña. Aplastar los huesos perforar con besos. Era traspasar el alma.
Fundir el fondo, escalar el morbo. Escarbar el hondo. Encarnar el modo.
Los labios. No hablan. Se escurren, se restriegan, se desgarran. Se enreda la cintura, se tuerce, se levanta y baja. Arde un punto y se desarma. Frunce un deseo y se ablanda. Se estira el torso, se arquea el dorso. Se igualan.
El estremecimiento en el cieloraso encubre un gemido y las cortinas destilan euforia. Se sostiene el eco en las esquinas. Se perturba el asombro para dar paso a lo no vivido. Entonces el rocío de los cuerpos alberga el éxtasis infinito. El grito y el desecho. Luego el desapego, la distancia. Un cuadro torcido en una pared sofocada. La palabra, aparece rasgada, desata la culpa y la disculpa. La almohada, las sabanas, la lámpara. El desapego de la piel calcada, la mañana. O tal vez la noche, pero el tiempo y los relojes. Comenzó una siesta de un verano agazapado terminó en un invierno ruso de caricias obligadas. La nada.

martes, 1 de febrero de 2011

Oscuro y profundo carmesí

Capitulo I . El espiral

(Canción para leer este capitulo: Un año de amor de Luz Casal).

http://www.youtube.com/watch?v=DHVpF3iGU1E&feature=related

El tubo del teléfono rojo en su piel bronceada, y su boca de frutilla que comenzaba a temblar, abarcaban todo el cuadro melodramático de aquel mediodía tan pesado y húmedo de un verano seco y lento. Unas cuantas palabras verborragicas retumbaron en el ambiente como una catarata de cuchillos que se caen de la alacena sobre el pecho de alguien, algo así como un -no quiero saber más nada, quiero encerrarme en mi casa y no ver a nadie más-. Eso fue lo que sus oídos escucharon por última vez, esas fueron las palabras del adiós. Y el cruel sonido que devuelve ese desalmado aparato cuando una conversación se corta, subrayando que ya no existe, hizo su aparición. Como si llamara éste a una ambulancia para que viniera a recoger el alma desecha de quien recibe una noticia. El rimel comenzó a decender por su mejilla como un río trágico y funesto. Cuanto más se animaba su corazón a sentir y a asumir la verdad de lo que vendría, más se desbordaba por todo su rostro la humedad de aquellas trágicas lagrimas.
El tubo volvió a su origen y ella, Amanda, no podía permanecer más tiempo parada en ese círculo de desesperación. En ese momento la acción más próxima y el mecanismo más sano de autopreservación era moverse, dar un paso al menos, una señal de vida. Así es que un pie cargado de arrebatos se presentó, luego el otro y otro más.
La luz que entraba por la ventana espejaba la madera de ese piso lustrado y prolijo que Amanda tanto se esmeraba en mantener. Y allí se lucían sus zapatos de tacón, coquetos pero cómodos a la vez que le sentaban tan bien a su porte, la estilizaban y le devolvían un encanto femenino a su andar y a su aspecto tan primaveral y encantador a la vez. Pero esos mismos zapatos ese día, caminaban en la habitación enérgicamente para escapar de la realidad de que su corazón se estaba desgarrando, se estaba ajando y ella sentía como una mano deshojaba las páginas del libro de su historia y las rompía en mil pedazos. Cada corte un incompleto, cada pedazo una fracción. Amanda tenia la sensación de que las paredes querían tragarla, que el empapelado de enredadera empezaba a crecer y a extenderse hasta ella para asfixiarla. Amanda sentía su piel derretirse y sudar porque el dolor la descomponía en curvas diagonales, su respiración era intensa y su rostro hermoso se confundía entre el de una niña y el de una anciana. En el escote de su blusa blanca con detalles de piqué se podía ver como sus latidos galopaban como caballos que venían a salvarla, o nada más huyendo de la catástrofe, tratando de rescatarse a ella misma del caudal de ese río de angustia que venia para tragarla y terminar con ella en un solo grito al unísono el dolor de su amor. Y así fue como sus piernas comenzaron a atrofiarse y su cintura empezó menguar juntando su cabeza a sus rodillas hasta quedar en una posición fetal, un espiral en el medio del piso lustroso. Desde el techo se apreciaba mejor, como Amanda parecía que se hacia cada vez más pequeñita, cada vez más diminuta. Su posición era tanto de muerte como de nacimiento. Como si volviera al mismo sitio de donde vino. Como si ese fuese el fin de las fotos con su madre cuando la cargaba en brazos el día que nació. Justamente así parecía alejarse y hundirse en el infinito su cuerpo dando vueltas en el lugar, volviéndose la mezcla un remolino rojo sangre, la materia dejaba la forma y el espacio para convertirse, Amanda en un fondo negro un oscuro y profundo carmesí.